El lápiz de Esculapio
Miguel Ángel Vázquez
2003
Junio
unpublished
El doctor Arnás me dijo que lo mío era incurable y, casi inmediatamente, pronunció el nombre de la doctora Eva Gastán. Por eso odié a Eva Gastán la primera vez que me hablaron de ella. Entró en mi vida porque yo era un inválido irrecuperable. -Lo siento mucho, Julián. Pero no volverá usted a an-dar... bien -me informó el doctor Arnás, casi con lástima en la voz-. Quiero decir: a paso lento quizá haya días en que sólo lo note usted. Pero cuando tenga que... ejem... correr..., ejem... no corra
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... ca, Julián. Su cadera ha quedado muy malparada y sus músculos lumbares y abdominales... Lo hemos intentado. Usted lo ha intentado. La rehabilitación puede mejorar las cosas, pero no hacer maravillas. Esos músculos tenían que estar desarrollados de antemano y... Torcí el gesto y el doctor calló. Se dio cuenta de su torpeza, supongo. Me estaba diciendo que ya no avanzaría más en mi recuperación y lo hacía como si toda la culpa fuese mía por no haber hecho gimnasia con anterioridad. Como si la culpa no fuese de una imbécil que cogió su coche con tres copas de más y se me llevó por delante. Suspiré. Bueno, la verdad: sentí ganas de llorar. De llorar a raudales, como los niños desesperados, gritando, aporreando la mesa. Claro que hacía ya treinta semanas que me sentía así unas diez veces al día. Hasta cierto punto, ya me había acostumbrado. Cuando pude hablar, fui colocando velos de esperanza y el doctor los rasgó uno por uno, sistemáticamente. No podría bañarme en el mar, ni siquiera me recomendaba piscinas que me cubriesen; mi capacidad de reacción ante cualquier imprevisto era prácticamente nula. Debería dejar la pesca: demasiadas horas de pie. Del fútbol con los amigos el fin de semana ni hablamos. Los paseos por la montaña, siempre acompañado. Me fui poniendo de peor humor. -Está bien, está bien -acabé por decir, con malos modos-. Pero por lo menos, podré follar, ¿no? Dicen que follar es bueno para todo. -Debajo -me informó el doctor Arnás, que me miraba con párpados de plomo-. Colóquese siempre debajo. Conseguí no echarme a llorar. Pero aporreé la mesa. No pude evitarlo. Las fichas y las recetas del doctor dieron un saltito y un bolígrafo con peana que tiene siempre enhiesto a su derecha se precipitó, desarmándose. -Lo siento mucho, Julián -respondió el doctor, sin inmutarse-. Ahora está usted en manos de la medicina conservadora. Lo mejor que puede hacer por usted es no abandonar el ejercicio suave y someterse a masajes reactivos. Fisioterapia de mantenimiento. Afortunadamente -ensayó, sin éxito, una sonrisa-tiene usted una excelente póliza de seguros. Un cuadro médico muy completo. Pocas personas pueden permitirse los expertos de la Clínica Carvajal. Los conozco bien. Además, la Clínica está cerca de su casa. -No me diga -protesté yo más que contesté-. Genial. Así podré ir andando. Pero no corriendo, claro. El doctor hizo como que no me oía. -Le voy a dar un volante para Eva Gastán. La doctora Gastán es traumatóloga, fisioterapeuta, acupuntora y quiropráctica, y ha hecho maravillas con muchos enfermos crónicos como usted. El médico se detuvo bruscamente e intensificó la mirada sobre mí. Yo ha había aprendido, en todas aquellas semanas, a quedarme quieto, sin mover un músculo, en la desesperanza de quien prefiere no preguntarse qué carga traerían esos silencios. -He dicho maravillas, Julián. Maravillas; no milagros. Supongo que aquel tipo hacía todo eso por mi bien. Quiero decir: no dejar que me ilusionase ni que creyese en curaciones milagrosas ni cosas de ésas. Pero le estaba viendo ahí, blandiendo su bolígrafo frente a mi rostro y salmodiando: «Maravillas; no milagros», y sentía ganas de darle una patada en toda la boca del estómago. Pero hasta eso me lo había quitado Paloma Seijas, o sea la hija de puta que se emborrachó y me atropelló. Dos días más tarde, entré trastabillando en la Clínica Carvajal. Llovía un montón y la humedad me estaba afectando mucho. Así que en lugar de andar normal parecía un marchador drogado. Caminé parsimoniosamente hasta el mostrador de información y, antes de que llegase, la amable señorita que estaba detrás me informó de que la doctora Gastán estaba aún con un paciente y que debía esperar. Me señaló indolente la puerta de la sala de espera, donde otras personas leían revistas con sus muletas apoyadas sobre las sillas vacías. Pero yo no estaba para muchas comprensiones. Protesté. Le dije que si tenía que sentarme en la sala de espera para luego levantarme y meterme en la sala de fisioterapia y tumbarme en una camilla y todo eso, sometería a mi cadera a un estrés excesivo y que, con aquella lluvia, sabe Dios. Alguno de los pacientes que estaba en la sala de espera abierta me miró por encima de su revista, con un reproche naciendo entre los ojos; pero nadie dijo nada. La telefonista suspiró con fastidio, cogió el teléfono, habló en voz muy baja con alguien y después colgó. Con su más forzada sonrisa me indicó el número de una sala de masajes y me dijo que podía entrar, desnudarme, tumbarme en la camilla boca abajo y, con una toalla encima si tenía frío, esperar. A falta de agradecimientos, gruñí y me fui cojeando hacia la sala designada. En la sala, efectivamente, hacia frío. Tanto que, cuando estuve desnudo, di varias vueltas mirando con atención las Fisioterapia
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