El coleccionismo activista versus la acumulación de bienes
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Gabriel Pérez-Barreiro
2018
Arte + coleccionismo.
Hoy quisiera empezar con algunas reflexiones sobre diferentes modos de coleccionismo y, luego, pasaré a presentar la Colección Patricia Phelps de Cisneros como un caso de estudio que quizás nos ayude a elaborar algunas de estas cuestiones, sobre todo en el contexto iberoamericano. Empecemos con una cita de Patricia Cisneros que creo que viene muy al caso para el tema de hoy: «la palabra coleccionista tiene la desafortunada connotación, por lo menos para mí, de sentido de privilegio colonial: la
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... idea de que el territorio cultural está a disposición de quien quiera tomarlo, de que el placer y el poder de poseer constituyen la esencia de coleccionar» 1 . Es cierto que el acto de coleccionar conlleva el acto de poseer, pero ¿de qué otras maneras entonces podríamos acercarnos al coleccionismo más allá de la acumulación de objetos? ¿Qué otros y diferentes perfiles puede abordar? ¿Cuáles serían las otras acciones que definen el coleccionismo y le pueden dar una función más útil y más relevante para toda la sociedad? Juntar obras de arte es crear significados, contextos, narrativas, puntos de vista, vínculos y relaciones. Sea en el taller, la galería, el museo o la casa, el discurso se genera por las cercanías y distancias entre determinadas obras de arte. El acto de coleccionar es, en ese sentido, pariente muy cercano, por no decir el antepasado directo, de lo que hoy llamamos curaduría o comisariado. Al elegir esta y no otra obra, estamos ejerciendo un juicio, una afirmación, una necesidad de significado. Visto de esta manera, podría adaptar una buena frase que me dijo una vez un artista para declarar que el coleccionismo no son las obras en sí, sino el espacio entre ellas. El coleccionismo tiene dos características de igual importancia: primero existe el objeto, la obra, el patrimonio, la cosa, sin la cual no hay colección posible. El coleccionista identifica y elige un determinado objeto por encima de otro, y lo cuida. Al hacer esto, lo protege del descuido, del abandono y del deterioro. Pero la otra operación es darle sentido, contexto, una lectura posible. En la primera parte se trata sobre todo del aspecto tangible y físico de la obra, y en la segunda de su carácter intangible, y ambos aspectos generan sus obligaciones para quien colecciona. No nos debe de sorprender esta relación, pues el arte en su esencia es el diálogo entre estos dos factores: una cosa que genera un sentido. Son varios los actores que participan en esta generación de sentido: el artista, la academia, la galería, el museo, pero el coleccionista muchas veces es el primero en articular estas relaciones de manera sistemática. En muchos casos la colección particular es previa al museo. No debemos olvidar que el concepto de museo nace bajo el ímpeto político de volver público un patrimonio privado, un proceso que arranca en la Revolución Francesa. Nuestras grandes colecciones: el Louvre, el Prado, el Hermitage están para siempre marcadas por su origen en el coleccionismo privado o de la realeza, donde se establecieron los gustos y las narrativas que en gran medida seguimos respetando, a pesar de las funciones radicalmente diferentes que tienen hoy los museos públicos. La idea de que el museo forme su propia colección es bastante nueva y, dadas las condiciones actuales del mercado y de la sociedad civil, habría que ver cuál es su destino. (Este es un tema que merece un largo análisis). Existen tantos diferentes tipos de coleccionistas como existen formas de ser en el mundo. Hay quien colecciona por estatus, por presión social, por querer ser dueño de ese je ne sais quoi que proporciona una obra de arte de un autor famoso en tu pared o en tu oficina. Coleccionar de esa manera significa aceptar pasivamente las reglas de juego, aceptar los valores establecidos por otros y apoyarse en el consenso. De esta manera se hacen muchas
doi:10.17075/amc.2018.004
fatcat:43wdedkppza5zd43rra2hijlnq