Onicofagia
Consuelo Giménez Pardo
2019
Revista de investigación y educación en ciencias de la salud
Era según recordaba, la duodécima vez, el décimo segundo intento con el consiguiente juramento de no morderse más las uñas y, todo, desde protegerlas con guantes hasta ni mirarlas le parecían de pronto los únicos mecanismos innovadores de esta bien intencionada última vez. Todo resultaba inútil, sin embargo. Una mirada, un rápido arañazo y volvía a comenzar quién sabe cuándo. "Onicofagia" decía con tono jactancioso cuando le preguntaban "¡Ah! pero ¿te muerdes las uñas?" y las respuestas, que no
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... dejaban de ser de lo más variopinto, no le quitaban de encima la sensación de formar parte de una secta. "Una adolescencia como la de todos", pensaba. Colegio de curas, primer cigarrillo en el retrete, viaje a Inglaterra por Navidad, destape, porro y primer polvo inocente bien entrados los dieciocho. Después de la Universidad, dos divorcios, tres hijos, coche, piso, aunque pequeño, en la calle Madre de Dios -como un retorno-y un trabajo de comercial que le reportaba los dividendos. Pero seguía mordiéndose las uñas y, últimamente, con insistencia. "Lo de Carmen pasó hace años y esa no puede ser la causa", pensaba preocupado. Dos visitas a un psicólogo, hermano recomendado de un compañero de oficina, y sesenta euros por sesión "pero solo la primera, ¿eh?" y salió por fin, curado de un complejo de Edipo que, según su eminencia, lo atormentaba. Ahora, a menudo, se analizaba. Recordó que lo de Carmen había comenzado, como todas las cosas, por casualidad. Un día al cine, otro de copas y así, casi sin quererlo, habían transcurrido seis años de un casero y perfecto noviazgo, con suegra gorda, tocona y pescanovios. Innumerables discusiones sobre la píldora, el aborto, la marihuana y el amor libre, ocupaban las tardes de la pareja. Después de un primer casto beso, sobrevino una tocada torpe de tetas, como de refilón, un "Jaime, todavía soy virgen para ti" y el pinchazo una tarde de mucho calor. Mellizos. Al final resultaron ser diez los años de monótona felicidad compartida, de televisión, de colegios de pago, de vacunas y de las primeras gamberradas de un hijo que ahora era robacoches; el otro, abogado. A pesar de todo, le gustaba pensar en sí mismo como "un marido perfecto, fiel, cumplidor en la cama y padre ideal". Así, cuando sin ninguna historia seria por la que complicar su felicidad, y acomodado en el sillón en el que pasaba sus tardes; cuando ya se había decidido a levitar por la vida esperando a la vejez y a la muerte, como el que espera al autobús, Carmen llegaba un día y le decía algo parecido a "Jaime he ido al médico, ya sabes, al ginecólogo, y ha dicho que mi aburrimiento tiene que ver con la menopausia". Pero su menopausia se llamaba Florián, ex cachas y ex Tarzán de una película de la Warner que hacía el griego como los dioses del Olimpo. "Irónico ¿no?", pensaba, "años haciendo sufridamente el interruptus latino y lo que le iba era la Grecia Antigua".
doi:10.37536/riecs.2019.4.2.119
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